Cabe preguntarse a qué se refiere la mayoría de los críticos de cine de este país cuando plantea que Viaje a Tombuctú, el último estreno del cine nacional, representa una mirada sutil a la década en la que el país conoció el horror del conflicto armado. ¿Qué entienden pues, por sutileza en el relato?
Cuando definimos algo como “sutil”, es porque encontramos en el objeto de estudio, una mirada aguda, ingeniosa, perspicaz, al mismo tiempo que sugerente y reveladora. Siempre hay algo oculto en lo sutil, algo que descifrar, y por ello, nada explícito y repetitivo puede ser sutil. En Viaje a Tombuctú, nada es sutil. La directora usa indiscriminadamente ciertas referencias que marcan todo el ritmo del largometraje y cae en discursos simplistas y lugares comunes. Basta con ver la escena en la que un militar autoritario sube al bus donde viajan los protagonistas y su grupo de amigos, que dicho sea de paso, aún con todos sus errores, es una de las más intensas, para constatar que la violencia no es sugerida, sino hablada, gritada, con el mismo gesto y la misma vulgaridad hasta cuatro veces en un mismo episodio que dura no más de cinco minutos.
La música es otro elemento que, lejos de sumar a la propuesta, revela sus carencias. En la película casi no existen diálogos, y si los hay, son vacíos, absolutamente carentes de profundidad. La música puede servir muy bien para contextualizar la década de los ochentas, pero no se puede usar todo el tiempo a la misma para intentar salvar los vacíos de la narración. Eso no es sutileza señores. Queda claro con dos o tres canciones, o con los cassettes para los que Anita hace etiquetas a mano…ahí están los ochentas, sin necesidad de poner una canción tras otra…y otra. La música, además, cuando se trabaja con sutileza, permite crear atmósferas, pero en este caso, ya adivinarán, no es así.
Mención y crítica aparte merece el pésimo casting. Se ha dicho que no son actores profesionales y esta es una opción que en los últimos años, más de un director reconocido ha utilizado (Sorín y sus personajes de la Patagonia, vienen a mi mente). Sin embargo, no todos con el mismo éxito. En Viaje a Tombuctú, los actores aficionados, no tienen la capacidad de conmover o generar alguna suerte de identificación en el espectador. No son entrañables, ni graciosos, en parte por su falta de talento o preparación, y en parte también por los diálogos que deben pronunciar. Y como si le faltara una cereza a la torta, no hay mucha relación entre el fenotipo de los actores que encarnan a Lucho y Ana de niños, con los que los encarnan en su adolescencia. En su infancia, Ana tiene un rostro anguloso y unos ojos más achinados. En la adolescencia, los ojos de Ana parecen dos faroles y su cara, bastante más redonda…plop!
Ahora, si tuviera que ponerme a descifrar qué quiso decir la directora con una película tan fallida, asumiría, como la gran mayoría, que su intención fue la de transmitir la terrible sensación de inseguridad y la violencia latente causada por el conflicto armado interno, mediante el contraste entre este mundo de horror y el mundo idílico, huachafo y extremadamente almibarado del amor infantil que se traslada al mundo juvenil. Díaz, busca así, reforzar la dureza de los tiempos que vive el país, en una suerte de juego de contrastes que se encuentran, a pesar de la fuerza de esa fantasía que representa el viaje a Tombuctú, lugar del que “nunca volverán”. El sueño de los protagonistas se enfrenta a esa realidad y no puede cuajar, por lo que terminan separándose.
Perfecto, la idea no es mala, hay que reconocerlo, lo que es terrible es la factura del filme y el poco sustento que se le da a esta idea. La directora carece de recursos cinematográficos para dotar de fuerza este contraste, carece además de trama, pues esta idea no basta para sostener 1 hora y cuarenta minutos de atención. Ni siquiera, media hora. El romance entre ambos protagonistas es demasiado infantil, carece de profundidad, de conflicto, es demasiado idílico y “abebado”, desde que son niños de seis años hasta que tienen los dieciocho con los que culmina la película.
Y el final, ¿alguien puede explicarme qué tiene de sutil ese final? Los apagones son motivo recurrente en la película, tanto como lo eran en la época en la que se sitúa la historia. La relación amorosa entre los protagonistas se apaga también, pues ella parte a estudiar a Europa y él está sumido en la depresión y en el silencio. Se rompe el hilo que los unía, “se apaga la luz”. Anita mira por la ventana del aeropuerto y llora sin llorar, pensando en la separación; luego, esboza una sonrisa, y aparece en escena la imagen del niño con la luz de bengala, la ilusión encendida, para luego, dejar su mirada y todos sus gestos congelados en la imagen de la luz feneciendo. A ver, explicar el chiste no puede ser más fácil: la chispita se apaga, la sonrisa desaparece, los dos se separan, la ilusión se termina. Efectivamente, la ilusión de que la industria del cine peruano está creciendo no solo en auditorio, sino en calidad, se apaga tan fácil como esa chispita mariposa del final, cuando nuestras esperanzas y expectativas de ver un filme con sustento, con buena factura, con nuevos recursos, se estrellan contra una película simple, inexpresiva, con mucho “vuelo” pero con pésima caída.