De Wes Anderson (Texas, 1969) podrían decirse muchas cosas. Que es un maniático obsesivo de la perfección técnica. Que privilegia la puesta en escena antes que la construcción del mismo guión. Que abusa, en ocasiones, de la narración descentrada, de los flashbacks y saltos temporales. Que tiene temas y obsesiones que se repiten como letanías de un desadaptado. Lista a la que podría sumarse un sinfín de rasgos que a muchos incomodan y, a tantos otros, fascinan -me incluyo en este último grupo-. Pero sin duda, lo que no puede decirse de Wes Anderson es que los mundos que crea no son perfectamente entrañables, sugerentes, únicos, milimétricamente definidos, redondos. Nada sobra, nada falta en esas atmósferas , a medio camino entre la puesta en escena teatral y el ensueño, en esas tramas con algo de realidad y mucho de fábula, con mucho de decadencia y al mismo tiempo, grandes pinceladas de ilusión. Nada se difumina, todo es brillante.
Y si hablamos de sus historias, la definición de su cine como un notable ejemplo de “cine de autor” se refuerza aún más. Las situaciones irrisorias pueden cambiar en las formas, pero nunca en el fondo. A lo largo de su filmografía, Anderson va construyendo retratos de los efectos del cariño no correspondido en diferentes películas, familias y parejas. Su sello original se proyecta en la naturaleza de sus personajes a través de los gestos, la incomunicación y las reacciones exageradas. Esta visión particular de los seres humanos se puede comprobar desde el primer largometraje, Rushmore (1998), en donde un estudiante busca evadirse del colegio en donde estudia a través de su obsesión con una profesora que no lo podrá ver con otros ojos. En esta búsqueda por el amor de la profesora, el estudiante compite con un padre de familia (el genial Bill Murray) que no se identifica con sus hijos y busca refugio en la maestra, también sin éxito. Ambos competirán en una suerte de lucha infantil por el corazón de la docente.
Estas conductas o luchas absurdas aparecen nuevamente en Los excéntricos Tennenbaums con el padre que anhela volver a su esposa y recuperar el tiempo perdido con sus hijos. En Vida Acuática (2004), el científico homónimo persigue a un tiburón para encontrar lo que perdió de un mordisco: su vida, su profesión, socio, esposa e hijo incluido. La historia se repite en The Darjeeling Limited, una de las cintas más excepcionales del texano, con los tres hermanos queriendo re-establecer los lazos familiares perdidos a través de un viaje espiritual hilarante.
Y, como si esto no bastara para darse una idea de lo que el cine de Anderson es y representa, aparte de su peculiar estilo visual existe otro elemento que hace identificables sus películas: el reparto. Anderson ha creado algo así como una “pandilla” de amigos que se reúnen para rodar películas y entre los que se encuentran, aunque sea en papeles muy pequeños, Bill Murray, Angelica Houston, Tilda Swinton, Jason Schwartzman u Owen Wilson, con quien de hecho compartió estudios de filosofía en la Universidad de Austin y la autoría de algunos de sus guiones.
Sirva este extenso preámbulo para notar entonces, la importancia del estreno de una cinta como Grand Hotel Budapest, su más reciente producción, película que brilla entre “el barro de la mediocridad” de nuestra cartelera. En esta entrega, Anderson narra una historia difícil de resumir, como es usual, debido a su compleja estructura, llena de saltos y desvíos temporales.
La historia inicia en 1985 con una chica que lee una novela al pie del monumento a un escritor. Mediante un flashback, dicho escritor aparece en escena contando el origen de ese libro a su nieto, fruto de su encuentro con Zero Mustafá en los interiores decadentes del Grand Hotel Budapest. Corría el año 1968. Wilkinson le cuenta a su nieto sobre el período de apogeo de ese hotel, el periodo de entreguerras allá por los años treinta, tiempo en el que transcurre la trama principal y que tiene como protagonista al mítico maitre Monsieur Gustave (impecable, Ralph Fiennes) y al joven botones Zero Mustafá (Toni Revolori).
Gustave, refinado y obsesivo maitre, es el representante de un mundo al que la guerra y el tiempo han carcomido. Su refinamiento, su disciplina y hasta su obsesión por estar perfumado se diluyen ante la decadencia de ese Hotel que antaño regentaba. Zero se convierte en su aprendiz, cómplice y heredero, en el contrapunto ideal del protagonista que intentará ayudarlo mientras se enamora perdidamente de Agatha, que trabaja en la pastelería del Hotel. Ambos representan ese mundo que ya no es pero cuya ilusión se mantiene, sobre todo, a través de la explosión de colores que nos sumergen en una atmósfera de ilusión, al mismo tiempo que se erigen como un elogio de lo absurdo.
Gustave pasa su tiempo cortejando condesas pero se enamora de una, encarnada por la polifacética Tilda Swinton, quien le deja en su testamento un valioso cuadro renacentista. Esta herencia inesperada hace que el hijo de la difunta lo acuse de robo y asesinato, y envíe a un sicario para encontrar el cuadro y matar a quien sea necesario con tal de lograrlo. El filme llega a su última fase con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y, fiel a su estilo, el director se atreve también a reinventar algunos íconos de la Historia proponiendo, por ejemplo, un diseño alternativo al símbolo de las SS.
Trama policial, relato de aventuras, conspiraciones, escapes, trampas, peticiones absurdas en momentos trágicos, fábula de un momento de gloria que se cae a pedazos, una tierna historia de amor juvenil, todo enmarcado en una puesta en escena melancólicamente bella, que demuestra su propia artificialidad, y que regala momentos que uno quisiera detener para disfrutar cada detalle de ese decorado imposible que hace que todo se vea encantadoramente distinto. Cada una de sus películas, y esta no es la excepción, rompe con lo establecido, quiebra nuestras expectativas, juega y se anima. Anderson tiene la maestría para hacerlo, mejor que nadie. Genialmente.