Calles de la memoria
Una reseña sobre el documental de Carmen Guarini
Las calles adoquinadas de Buenos Aires de pronto se llenan de baldosas grabadas con nombres propios. No cualquiera, sino nombres de los desaparecidos y muertos de la dictadura feroz que asoló a Argentina en la década del setenta. Las baldosas han sido puestas ahí por el colectivo “Barrios por la justicia y la memoria” en un esfuerzo simbólico por restituir el lugar que ocuparon todas las víctimas de los abusos, de la represión, de la tortura. Las baldosas construyen la utopía del regreso de los muertos, de la vuelta a la vida de los espectros: las vidas que fueron despojadas de sus cuerpos, vuelven a ocupar un espacio frente a los lugares donde fueron secuestradas, la vivienda que habitaron o la escuela en la que se formaron. Como señala el crítico Diego Litvinoff en su reseña sobre este documental “como respuesta a la política terrorista de la amnesia, la baldosa vuelve a darle entidad al nombre que en ella se inscribe, trasladando hasta el presente un momento pasado y evitando así el olvido.”
Y es que en Calles de la memoria (Argentina, 2013), Carmen Guarini da cuenta de la importancia de la memoria en nuestros países, lo fundamental que es recordar a los “desaparecidos” para que la muerte no vuelva; también critica y denuncia la insensibilidad y la desidia de aquellos que no hacen un alto para recordar sino que pisotean esta memoria que debería ser colectiva, que debería reconciliar. Esto es lo que genera la tensión del documental, el diálogo constante entre recuerdo y olvido, pues en esta dialéctica se va configurando la identidad argentina, y por qué no, latinoamericana.
Uno de los momentos centrales del documental es la inauguración de estas baldosas, la misma que está cargada de dolor, de emociones intensas, de recuerdo: con un megáfono, los familiares, amigos y conocidos, comienzan a hablar de las víctimas, de quiénes fueron, qué hacían, de cuándo desaparecieron y mientras hablan, ejercen una justicia simbólica, pues nuevamente, los cuerpos, los fantasmas aparecen en la escena, en una por donde transitan miles de personas a diario; se topan con el presente, vuelven. Y este momento del documental es sumamente significativo porque luego, la misma cámara registra cómo los transeúntes que van por estas calles ignoran los nombres que están pisando, ignoran el por qué de las baldosas “especiales”, no hacen una pausa, y solo siguen. En algunos casos, lanzan algún comentario simple o elogian el lugar de las baldosas. Otros critican, muchos ignoran. Todo esto es captado por la cámara como impresiones sueltas que no logran aunarse en un discurso. No puede haber mejor metáfora para expresar este gran problema que sigue afrontando la mayoría de los países de la región: se deja atrás, como por arte de magia, las atrocidades del pasado y se sigue caminando, como si el futuro solo se construyera mirando adelante. Como si no cayéramos en la cuenta de que el olvido no representa una evolución; la capacidad de un pueblo por atesorar y reivindicar su memoria, sí.
También resulta simbólica la grabación de la hechura de las baldosas que estuvo a cargo de alumnos de una escuela a la que asistieron las víctimas. Es decir, chicos y chicas, adolescentes todos, que se aproximan, en plena formación, a la conciencia y la memoria que debe moldear su porvenir. La cámara enfoca las manos trabajando el cemento, ablandándolo. Ese material frío, tieso, es moldeado, vaciado en el vidrio, grabado con los nombres, la fecha de desaparición y la sentencia “Víctima del terrorismo de Estado”; pero además de ser moldeado con las manos en la labor del artesano, es moldeado por los diferentes discursos que atraviesan la recuperación de la memoria. De hecho, esta reseña de la película, sigue sumando a los mismos. Y cada vez que se hace el mantenimiento de estas baldosas, pues fueron profanadas, rotas, pisoteadas, también se reescribe en ellas un nuevo discurso: ¿se elegirá el olvido y se pisotearán los “desaparecidos”? o ¿se elegirá la memoria y se detendrá uno ante ella? Los familiares, los antiguos militantes, los conocidos, diversos grupos políticos, se unen en la tarea colectiva de resguardar esta memoria ya no solo en el espacio de la pena privada, sino en el mismo espacio público donde su militancia contra la dictadura, “su gran delito”, se erigió.
La importancia del documental radica entonces, en esa capacidad para mirar al pasado, pero con la consigna de anclarlo en el presente, de convertir la memoria en instrumento y acción, y no solo en discurso y debate. La memoria como el hilo que une pasado y presente con el futuro, ese inscrito en la baldosa que perdura, en su carácter material y simbólico.
Finalmente, el documental expone su “lado oculto”, pero sumamente enriquecedor, en tanto que abre el camino a múltiples preguntas que quedan abiertas en el espectador y en la misma directora. La directora, mediante una voz en off, cuenta que lo que le dio origen al proyecto fue una tarea encomendada en un curso de cine, una composición que tuviera como tema a la memoria. La película expone, entonces, las reacciones diversas de los compañeros de curso de la directora ante la tarea: el hastío de una alumna que afirma estar “cansada de tanta memoria”, las preguntas banales, las imágenes fuera de foco, todo apunta a sugerir visualmente el desinterés extendido frente al tema. Sobre estas imágenes, una voz en off plantea las preguntas: ¿Puede la memoria convertirse en un discurso para exportación? ¿Puede someterse a la lógica de la economía o el turismo? Nosotros preguntamos, ¿puede el cine convertirse en un disparador de la memoria? ¿Pueden sus imágenes gatillar la consciencia colectiva y el cambio? ¿Puede una película o un documental tan preciso, extender las barreras de su nacionalidad y contexto inmediato y tender un puente a las otras realidades, tan hermanas? Afortunadamente, la respuesta está más cerca de un SÍ.